Por María Antonia González Valerio
Un año más de ferias de arte: oficiales, alternativas, glamurosas, precarias, caras... A pesar de sus diferencias de clase y de tipo congregan. Cada año hay que leer las mismas críticas, las mismas burlas, los mismos comentarios sin ingenio: mira, aquí hay un bote de basura, y por acá unas luces de neón, y unos pedazos de madera amontonados y unas bolsas de plástico enrolladas… Y mira, este señor tan famoso le puso unas estampitas a productos comerciales y lo exhibe en una galería pretendiendo que es una tienda Oxxo. Cada año el mismo cansancio de discusiones que se olvidan a los tres minutos y en las que resuena la pregunta incontestable de si es esto arte.
Si no les gusta lo que ven en estas ferias, ¿para qué van?, ¿para qué pagan los 250 pesos por entrar a Zona Maco?, ¿los 150 pesos por Material Art Fair?, ¿qué espera el público ver allí? Es una feria, no un museo.
Lo repito tratando de entender la diferencia entre la institución del museo y la de la feria. Pensando además que los objetos ahí aparecidos ganan su significación, cualquiera que ésta sea, en el contexto. Más, ¿qué son los objetos aparecidos en la feria? Presurosamente podríamos decir: mercancías que responden a la totalización del mercado y la producción. El arte como mercancía. Sin escándalo, sin juicio moral, sin gritar horrísonamente los precios: 2.8 millones de dólares un Calder, un millón de libras un Kapoor (sí, aún había alguno por allí), medio millón de dólares un azul de Klein (un poco maltratado, quizá por eso la ganga y porque este año aparecerá en el MUAC), otro medio millón un increíble cuadro de Richard Serra.
Sin embargo, esas son obras que pueden estar y están en los museos. Esas son, además, cosas que se pueden coleccionar. Que se prestan a un espacio de mostración. No pasa lo mismo con las bolsas de plástico o las luces de neón, no son objetos durables, apreciables, auráticos.
Se dice que en 2016 solamente el área de diseño de Zona Maco no terminó con pérdidas, porque arte moderno y contemporáneo, sí. El área de diseño es más atractiva, más bella, más útil, más asequible, más comprable, más comprensible. Las “Katsinas” de Edgar Orlaineta, esculturas de vidrio soplado de poco menos de un metro de alto, son apetecibles y sólo cuestan mil dólares cada una de las de edición limitada, mientras que las piezas únicas, ocho mil dólares aproximadamente. Las “Katsinas” pueden espaciar, pero ¿quién quiere comprar bolsas de plástico enrolladas?
¿Cuál es el lugar del arte en el espacio privado? Porque el del diseño es claro. Estos objetos hermosos bien producidos tienen una manufactura cuidada y resuelven problemas ornamentales o incluso más instrumentales. Son objetos para insertarse en lo cotidiano. Sí, también son más que objetos, todo puede ser más de lo que es, sin embargo, su lugar en habitaciones, salas, cocinas o hasta paredes es deseable. No pasa lo mismo cuando tratamos con obras de arte. O no exactamente lo mismo. Tampoco es clara la diferencia entre arte, artesanías, productos en serie, mercancías, objetos y demás. Y tampoco se trata de aclarar la diferencia. Las taxonomías no son operativas, porque no depende de los objetos, sino de los espacios y de la relación de las cosas entre sí y con los espacios. Es decir, se trata del modo de habitar lugares.
Hay que remitirse a la historia, incansablemente, para encontrar orientación en el camino del pensar. “Arte” no es un concepto que se diga transhistóricamente. Su relación con los ornamentos, o mejor, con las artes ornamentales es anterior a su separación en bellas artes, artes libres, artes mayores y demás. El espacio habitado se decora en un ejercicio de apropiación. El espacio monumental también, véanse iglesias y palacios. Muros pintados, cuadros, esculturas, candelabros, muebles, jardines, joyas, espejos… y la lista de objetos con las que hacemos del mundo algo estéticamente bello es inagotable. Pero, ¿es esto arte? La pregunta desfonda.
Vivimos, como dicen algunos, una época de hiperestetización de los objetos, de las imágenes, del andar cotidiano. Pero, más allá de eso, persiste la pregunta por el mundo de los objetos y su relación con el arte. ¿Hay una división entre el mundo de los objetos y el mundo del arte? ¿Pueden las cosas migrar entre mundos? Insisto en que tiene que ver con el espaciar y con el modo en que habitamos los espacios. Las cosas espacian. No se trata de decir que hoy cualquier objeto, como los ready-mades, puede ser obra de arte, eso ya lo sabemos, sino de pensar qué pasa con la migración de espacios-cosas, con su aparecer en el intercambio de mundos.
Digamos una obra de arte, un móvil de Calder. Una exposición en el museo Jumex en 2015. Ahí colgaban los móviles, de todos tamaños, cruzados por la luz y por el movimiento. Allí deambulaban las espectadoras observando las sombras y perdiéndose en medio de los artefactos colgantes. El espacio blanco, la institución pesada, la actitud de contemplación o de juego o de sorpresa o de escucha o de admiración o de lo que sea. Caminar entre las piezas. Dejarse decir. Hacer la experiencia. Demora. Siempre, demora.
El móvil de Calder en la feria llama la atención sobre sí, porque una lo reconoce como indudable pieza de arte. No hay demora. Hay el transitar entre pasillos, bebidas, comida, gente, ruido, luces… un estruendo generalizado. Pues sí, es una feria. ¿La pieza es silente aquí? ¿Necesita del museo como espacio en el que se abre la posibilidad de la escucha y del decir de otro modo? En la feria es una mercancía presta para su adquisición. Quien la compre, si la sitúa en su casa: ¿cómo será el modo de espaciar del móvil?, ¿qué relación abrirá con lo que hay? Preguntas al aire, porque aquí sí, a diferencia del museo y la feria, lo privado clausura la mirada. La obra reposará en sí con alguna intención decorativa, devenida ornamento, quizá vaya bien con el resto de los objetos. Y no, no es que sea mejor en el museo que en la casa o en la feria. Es otra. Pero es un objeto. Algo asequible, usable, colgable. El arte como objeto.
De ahí buena parte de las diatribas contra el arte actual cuando pretende devenir mercancía. Las prácticas artísticas desde hace décadas se resisten de más en más a ser objetos coleccionables y mostrables en galerías. Toda la situación es extraña. Todo el mercado del arte es raro. El contemporáneo, claro, en el que la burguesía, lejos del rojo y el negro de religiones y poderes monárquicos, puede comprar arte para decorar o para lo que sea. Puede comprar arte moderno, allí sí hay muchos objetos, pero el actual no cruza con frecuencia por allí, se fascina más bien con activaciones, acciones, performances, instalaciones, provocaciones. Una instalación, ¿cómo se compra?, ¿un ente perecedero, para qué se colecciona?, ¿un video, un zapato, una caja vacía, un recorte de periódico? De nuevo: ¿es posible la migración de las cosas entre los mundos?
En realidad no importa. Se abre el espacio de la feria y la concurrencia invariablemente llega.
El Salón Acme, que ya va en su quinta edición, abre las puertas sin costo y nos muestra su nueva sede en la casona derruida ubicada en General Prim. Pretenden vender piezas de artistas emergentes y a precios competitivos para la gente que no tiene millones de dólares para invertir en la mercancía del arte. A lo largo de salones enmohecidos aparece la oferta. De nuevo, las instalaciones. Unos cocos con popotes. ¿Acaso eso está a la venta? No lo pregunté. Quedé seducida con la casa, con sus habitáculos, con la manera en que el tiempo reconstruye y reconfigura. La impresión fue generalizada: ¡qué casa! El ambiente festivo. Zazil Barba y Álvaro Uribe, los dos iniciadores de Salón Acme, sentados en el centro del recinto bebiendo y riendo. Daba igual lo que se ofrecía. La feria congrega.
Supongo que para ellos sí era importante vender y responder a sus muchos patrocinadores. Quienes asistimos nos dejamos llevar por la casa, por sus lugares, por la comida y la bebida, por las largas conversaciones, por la oportunidad de encontrar a quien hace tiempo no veíamos. Pasan las horas, la feria continúa. Este modo de espaciar no ocurre nunca en el museo. A cada cosa lo que le corresponde, o, mejor, a cada cosa las correspondencias que se le inventan en la ocasión.
En esas correspondencias inventadas aparece Manuel Rocha Iturbide, artista sonoro desenfadado jugando en Zona Maco a activar un piano desvencijado. No mira a quien le rodea. Se mete en el juego, se deja llevar por él, toma el grafito y raya el papel sobre las cuerdas del piano. La tarea sólo es cuando se le representa, dice el filósofo Hans-Georg Gadamer refiriéndose al juego del arte. Pasar el grafito por el papel sólo es significativo en el momento de su representación, en la escena, con Manuel absorto, pasándosela bien. ¿Se venden los papeles después? ¿Es esto arte? A quién le importa. Allí estamos, en la concurrencia.
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Fotografías de Gabriela Galindo:
1. FlucT, Egg Harbor 1, 2017.
2. Liliana Porter (con detalle), Fallen piano and other situations, 2015.
3. Damián Ortega, Código genético 2, 2016.
4. Alexander Calder, Sin Título, 1973.
5. Manuel Rocha Iturbide, Empty Piano, 2016.
Fecha de publicación: 17. febrero. 2017