El elemento más notorio y paradójico de la obra
gráfica de Francisco Quintanar es la suma de imágenes
que se concentra en cada obra, que equivale a una destrucción
y reconstrucción. Ante nuestros ojos se forman y se deforman
imágenes que el autor se niega a dejar en la paz de los
libros.
Vistas desde cerca, a la distancia necesaria para leerlas, nos
encontramos con un choque que equivaldría a tratar de ver
tres películas al mismo tiempo. Sólo a través
de la observación de los detalles, por ejemplo una estampa
roja de una mano que apunta, una letra capitular E ricamente ornamentada,
que comenzamos a desenrollar la intención del artista:
o sea, combinar todos los lenguajes visuales de la antigüedad
(la tipografía, la estampa religiosa, los esquemas sagrados,
las formas puras) para ofrecernos múltiples lecturas del
cuerpo humano.
Ese cuerpo que encierra todos los atributos y potencialidades
que reconocen distintas religiones, desde los yavídicos,
pasando por la cábala, el platonismo clásico, el
ícono cristiano, el neoplatonismo renacentista, el manierismo
barroco y la esteticismo de la fotografía; ese cuerpo es
para Quintanar símbolo de conocimiento racional y sensible
que tenemos de nosotros y del universo y sus fuerzas.
Por qué desenterrar estas imágenes precisamente
ahora, cuando el mundo lo que parece es no necesitar más
imágenes. Si observamos uno de los grabados de mayor tamaño
encontraremos la clave: en cada una de las esquinas vemos las
letras M-I-T-O. Lo que nos lleva a pensar que toda sociedad necesita
para existir una serie de mitologías que construyen su
ideal, su utopía, su evolución.
Volvamos a ver ahora las pequeñas estampas, realizadas
en litografía sobre hoja de oro y transferencias. La mayoría
ostenta signos y símbolos, combinados con posturas hieráticas
del cuerpo femenino y masculino, unidos por círculos concéntricos
que representan los chacras del cuerpo humano o zonas de energía.
Junto a ellos vemos imágenes de huesos, esqueletos y calaveras
que aluden a la teoría darwineana de la evolución.
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