Héctor Antón Castillo
El arte no es un objeto, es una experiencia Yves Klein nació en una región del sur de Francia en 1928. Su inclinación por la filosofía y la práctica del Judo lo condujo a estudiar en el Instituto de Tokio influido por el Zen y la armonía mente-cuerpo. La afinidad por lo ritual, la inmaterialidad y el vacío perduró en él durante la fértil complicidad de su vida y obra. Klein murió de un tercer ataque al corazón a los treinta y cuatro años. Apenas necesitó siete para construir el legado que lo acredita como uno de los artistas más influyentes de la era posduchampiana. El romanticismo experimental de Klein personifica un modo de “ser en el arte” como tentativas de prevención a las fábricas de chorizos que inundan el mainstream contemporáneo. Por lo que el aporte del “artista como ilusionista” constituye el enigma de su grandeza.
La ambición de Klein era tan sencilla como cerebral: llegar a la ficción de conquistar el espacio a través de un efecto fotográfico. Ello muestra una personalidad que fluctuaba entre concentración y ausencia de límites, matizada por una síntesis entre monocromía y figuración, espiritualidad y teatralidad. Salto al vacío (1960) es un fotomontaje como desafío a los límites representacionales de la ciencia y el arte. Por un lado, se trata de una fantasía terrenal como alternativa mística a la primera nave tripulada que irrumpió en el espacio sideral. Por otra parte, éste “ejercicio de levitación” desarticula y potencia la peripecia como resorte para generar efectos antagónicos. Klein configura la irrealidad para ser percibida como un acontecimiento real. La materia visual se revierte en material idóneo para confundir al espectador. Según el misticismo cínico de Yves Klein, lo único que se estrella contra el pavimento es la ingenuidad del espectador. Así la maquinaria del “engaño de la vista” había sido puesta en marcha en su versión performática. Muchos años después, otros artistas consumarían la metamorfosis del acto poético en mascaradas truculentas: basta mencionar a Rudolf Schwarzkogler fingiendo que se cortaba el pene. Por ironía del destino, éste también murió joven. Rudolf se quitó la vida con solo veintinueve años al poco tiempo de concretar su paripé de autocastración.
Una breve y excluyente cronología del cuerpo como soporte ubicaría a la célebre pieza de Klein como la precursora del performance, donde el riesgo corporal no es una condición obligada que le garantiza autenticidad a la obra de arte. Salto al vacío es una mentira que trasciende poéticamente a la más dolorosa verdad. Pero en los sesenta emergen creadores que transgreden el ritual de fingir y exponen su cuerpo a las ansiedades, imprevistos y peligros de la vida cotidiana. Ello les conduce a proponerse retos o desahogos liberadores del miedo a la libertad de hacer arte sin acudir a un repertorio de artificios. Chris Burden es uno de quienes se oponen a los trucos visuales que tendrían su contrapartida genérica en mujeres como Valie Export, Gina Pane, Orlan o Marina Abramovic. Aunque su actividad performática se conoce mediante acciones como el disparo que se hizo propinar en un brazo, Burden concibió una pieza tímidamente desmontada por la crítica como Deadman (1972). Metido en un saco como si fuera basura, Burden fue tirado a una Avenida de Los Ángeles.
Un caso peculiar en la evolución del body art es el de una artista francesa heredera del mayo del 68 que en 1962 adoptó el nombre de Orlan. Autocanonizada en 1971 como Santa Orlan, su obsesión era transformarse en un collage a partir de imágenes femeninas de la historia del arte. Para ello, convierte su rostro en soporte que persigue un ideal de belleza como símbolo de arte carnal. Con el auxilio de intervenciones quirúrgicas, Orlan demuestra que se puede mudar de cara como quien se cambia de ropa. En su manifiesto Carnal-Art, Orlan aclara que su arte no investiga el dolor ni la redención por medio de éste. Esta negación es una crítica a la concepción del cuerpo cristiano, que separa alma y cuerpo de manera que el dolor físico deviene una forma de redención, sinónimo del sufrimiento. Sin embargo, la artista muta de lo visceral a lo tecnológico cuando sus cirugías estéticas se transmiten vía satélite a diversas partes del mundo. Así el espectador consigue dar testimonio de sus opiniones o sensaciones e, incluso, hablar con ella. Entre la desfiguración y la refiguración, el rostro de Orlan implica el medio y el fin de su creación visual. Aspirar a la santidad en plena era de la información digital resulta una quimera demasiado cara para fijarla en la memoria colectiva. Lo que valida su impronta mediática halla salvación en una de sus frases célebres: “Quiero ser embalsamada como el cuerpo de Lenin”. Una ilusión de eternidad aurática que contradice sus ansias de otredad.
El body art como proceso donde el cuerpo y la mente deben habituarse o revelarse ante una situación que se impone el artista, produjo un suceso atendible en las postrimerías de los setenta. Tehching Hsieh vivió un año enjaulado y otro al aire libre. Este quería comprobar los límites que separan a la opresión de la libertad, en alguien dispuesto a probar el alcance de su fuerza o debilidad. Hsieh llevó al extremo de soportar el tedio del marasmo y la repetición en Marcando tarjeta cada hora (1980-1981). Permaneció encerrado en un local con un reloj de marcar tarjeta, ponchando la tarjeta cada una hora un año entero.
Marina&Ulay vivían en un camión viejo que le compraron a la policía francesa. Trabajaron en el campo ordeñando vacas y tejiendo suéteres para venderlos en el mercado. Ellos optaron por hacer cualquier concesión en la vida antes que en el arte. No querían seguir la ruta de tantos performers malos devenidos en pintores malos. Ya plantados como artistas de la resistencia, supieron esperar el ocaso de las modas y de sus paladines efímeros.
Marina&Ulay ejemplifican un paso de avance con respecto a la anulación de los mitos machistas, los tabúes corporales y el fin de la mujer como objeto pasivo. Incluso, al situarse desnudos en la estrecha puerta que conduce a un museo, juegan con los prejuicios eróticos del espectador, quien debe sortear una trampa frontal donde cualquier tipo de sexualidad puede ser cuestionada. Sucedió que el público deseoso de entrar debía pasar de lado rozándolos, pero había que elegir de cara a quién lo hacía. En el interior del recinto, una instalación de monitores de video mostraba a los espectadores las imágenes que dos cámaras ocultas tomaban de la gente entrando al museo. Esta sutil provocación llegó a causar tanta sospecha que la policía italiana detuvo la acción, pidiéndoles los pasaportes a los ejecutantes del performance que, por supuesto, estaban rotundamente desnudos. En medio de una situación absurda, el fantasma de la censura reapareció en la ciudad de Bolonia. Ya lo advertía Susan Sontag en su ensayo Contra la interpretación (1964): “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. La búsqueda de Marina&Ulay responde, en cierta medida, a la exigencia de Sontag con respecto a la función de la crítica. Es decir, que sus gestos dramatizados rebasan el significado de la denuncia social para adentrarse en el universo íntimo de las sensaciones, donde cada persona puede tener una visión distinta del acontecimiento que presenció. La experiencia vital y artística más pretenciosa y desgarrada de éste dúo-insignia del body art contemporáneo fue la idea de recorrer La Gran Muralla China. Inicialmente, el proyecto consistía en partir de extremos opuestos y encontrarse en el centro. Sin embargo, Marina&Ulay tuvieron que esperar años para recibir el permiso del gobierno chino para realizar éste viaje espiritual titulado Los amantes. Ellos concibieron la obra mientras estaban en el desierto de Australia porque, según Marina, “La Gran Muralla China está construida sobre la línea de energía geodésica de nuestro planeta”. Si a comienzos de los ochenta intuyeron que había algo en el desierto, algo diferente (en el sentido mental y físico) perseguían experimentar, al recorrer solos cuatro mil kilómetros sobre la mítica construcción humana.
Los amantes (1988) resultó una poética y extenuante separación. Con ésta caminata, Marina y Ulay demostraron el poder único del arte, cuando sus actores descubren en el nomadismo cultural una forma de hablar en primera persona hasta prescindir de maquillaje, trajes y máscaras que no le pertenecen. Después, Marina Abramovic emprendió un trabajo en solitario que continua hasta el presente. En cambio, el alemán Ulay volvió a ser Uwe F. Laysiepen (Soringen, 1943) en el anonimato del desierto o en la gruta de una montaña. Luego de su “pieza-divorcio” en La Gran Muralla China, Marina se hizo rodear de cinco serpientes pitones durante una hora. Fue un performance en el cual tenía el escenario cubierto de hielo para que las serpientes no pudieran avanzar hacia el público y se quedaran rastreando su cuerpo desnudo. Otra vez la artista procuraba vencer el miedo al asumir el arte como antídoto contra el alivio de mentir. La esencia de esta locura consiste en el terror al falso orgullo de enarbolar una actitud desafiante solo visible en las fantasías de los verdaderos cobardes. Aunque quizás el mayor pánico lo sintió el espectador viendo como una de las serpientes envolvía el cuello de Marina, regalándole una caricia suficiente para cortarle la respiración a un voyeur hipersensible. Más de treinta años difundiendo una modalidad contemporánea que muchos terminan por abandonarla, reafirman que no por gusto Marina se autoproclama “abuela del arte de la performance”. Ella se ha flagelado a sí misma, tomado drogas para controlar sus músculos, congelado su cuerpo en bloques de hielo y, en una ocasión, casi murió asfixiada dentro de una cortina de oxígeno y llamas. En 1978 fue atacada por un espectador durante el performance Incisión. Además, sus acciones se registran en fotografías y videos como en la Épica erótica de los Balcanes, donde indaga en el aspecto espiritual del sexo inspirado en ritos paganos del folklor antiguo. Esta serie valió que le concedieran el León de Oro en la Bienal de Venecia de 1997. En el 2006, Marina presentó en el Museo Salomón R. Guggenheim de Nueva York la versión de performances clásicos que influyeron en los inicios de su trayectoria. Lo tituló Siete piezas fáciles y eran obras de Bruce Nauman, Vito Acconci, Valie Export, Gina Pane y Joseph Beuys. Allí volvió a representar el carácter irrepetible de un género que aún no consigue insertarse en el mercado como la fotografía o el video. Cada día se escenificaba una acción diferente que incluyó dos piezas de Marina. En uno de estos remakes, la artista se acostaba desnuda sobre una cruz de hielo hasta que no lograba soportar los temblores que la hacían despegar de una absurda crucifixión. Lo increíble de esta lección de masoquismo es que se levantaba del castigo autoimpuesto y retornaba a él para alargar el tiempo que pudiera resistir el frío. La validez simbólica de este “sacrificio inútil” reside en cuánto debe sufrir el cuerpo individual en los momentos de someterse y aguantar las imposiciones del cuerpo social sin alzar la voz. Para Marina, el performance del siglo XXI sería el artista frente al público, sin ningún objeto, nada entre ellos. Un minimalismo corporal basado en el puro intercambio de energía. Esta postura vendría a ser la idea medular de su riesgoso legado cuando trasciende el remake personal ejecutado por otros. La palabra en sus obras antológicas se vuelve un eco de sí misma que se proyecta más allá del tiempo y el espacio. Éste es el punto inalcanzable para fieles seguidoras que suelen caer en el panfleto político o feminista. Marina Abramovic (Belgrado, 1946) es la gran francotiradora del engaño valiéndose del cuerpo como arma silente.
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