Daniel Alcalá : La última ciudad del fin del mundo.

Daniel Alcalá

Santiago Espinosa de los Monteros

Daniel AlcaláNo se habían visto en la historia contemporánea reciente tantos cambios en tan poco tiempo. Ya algunos investigadores han dado cuenta de cifras espeluznantes: en los últimos ciento cincuenta años, se han edificado igual número de construcciones que en los seiscientos años que les precedieron. Quizá los más reveladores sean los avances científicos, las grandes hazañas, el festín de las ideas que ahora se comparten, como nunca antes había sucedido, en fracciones de segundos y de manera masiva.

Medir ese desarrollo, o como quiera que se le llame a esa vida hiperrevolucionada de nuestra contemporaneidad, es imposible sin poner los ojos sobre un entorno en constante movilidad y con pocos visos de cambiar esa dinámica, al menos en el mediano plazo.

Daniel Alcalá emprende un camino crítico sobre el que avanza sin complacencias. Las edificaciones sobre las que concentra buena parte de su atención, imponentes templos de la industrialización, se convierten bajo su mano en una especie de gigantes amenazantes a los que ha otorgado un exhaustivo tratamiento dibujístico.

Aquello que miramos ahora, lejos de atemorizarnos, nos sorprende al descubrir un trabajo pictórico sin paralelo en el que grandes secciones del papel han recibido grandes cargas de pintura o grafito, y después ha sido recortado delicadamente para destacar los contornos, las entrañas, las huellas de identidad de cada uno de esos grandes bloques oscuros cargados de infinidad de detalles y de cientos y cientos de horas de trabajo.


Estas fábricas, cuyos modelos originales están en Nueva York, Berlín, Ciudad de México y otras ciudades, han sido recogidas visualmente por Alcalá en sus largos trayectos por estas megalópolis. A partir de que lo toma, el paisaje es alterado en el acto de su descontextualización, pero además, constata su infinita transformación que inicia un periplo que va desde la mirada del autor, hasta su encuentro con cada una de las p
ersonas del público quienes terminarán de rearmar para sí mismos un nuevo paisaje.

Daniel AlcaláParecería que este trabajo de Daniel Alcalá es una suerte de homenaje silencioso a los antiguos viajeros que iban por el mundo aún por conocerse, tomando registro de montes, árboles, personas, vestimentas, notas sobre las costumbres y no pocas veces opiniones, por lo general cargadas de eurocentrismo, donde se vertían opiniones de cómo y de qué manera deberían iniciarse las aproximaciones “civilizatorias” a culturas en diferentes etapas de su desarrollo.

Alcalá quizá no opina con su libreta de notas, pero sí lo hace dando cuenta de ese inabarcable catálogo de espacios fabriles haciendo una muy atinada crítica al progreso ciego, contaminante. Es quizá por ello que una de sus piezas más bucólicas (no incluida en esta muestra), sea justamente una grúa dibujada también con grafito, que instala una pesada hélice sobre una torre para generar energía eólica.

Cuidadosamente, nos sitúa como espectadores a los que nos protegen generalmente algunos arbustos, setos que median entre la fábrica al fondo del plano y nosotros; para que no crucemos quizá, pero también para no olvidar aquello que se está perdiendo como es una naturaleza cada vez más devastada. Y esta mirada tiene siempre la escala humana. Vemos desde abajo hacia arriba a las imponentes chimeneas, torres y grúas. En las autopistas elevadas estamos debajo de ellas, nunca circulándolas, como viandantes a quienes se nos han despojado los espacios verdes.

Como creador visual, Daniel Alcalá tiene claro que la manualidad es fundamental en tanto intervención directa como artista tradicional sobre su obra. Trabajando de manera tradicional, utilizando el grafito no sólo como manera de dibujar, sino también para emitir un comentario, convierte a sus piezas en algo espacialmente distinto en tanto las carga o las reconstruye podría decirse, de una materia distinta a aquella que representan.

Estas ciudades de grafito se convierten entonces en objetos reales. La sombra de ese objeto se convierte en dibujo. Y tenemos, como si hubiese sido capturada en un acto de nigromancia, la sombra de las edificaciones que nos significan el progreso en nuestra era, por lo tanto y visto desde la plataforma de Daniel Alcalá,  de la devastación a la que él, sin embargo, dignifica y trata con el Daniel Alcalámayor de los respetos.

Daniel ha tenido cuidado de despojar a sus piezas de toda narrativa posible. No sólo porque ha escogido la sombra como elemento primordial y al que hay que escudriñar muchas veces para llegar a las entrañas de la pieza, sino también porque esta suerte de siluetas revelan, interpuestas entre lo real y nuestra visión (de la llamada de atención), mucho más allá de lo que buenamente podemos deducir de su visibilidad real.

No es gratuita entonces la ausencia de figuras humanas. No requerimos esa escala; el protagonismo de lo visto resulta suficientemente claro para saber que somos diminutos junto las estructuras mayormente industriales. El único espectador en la obra es el propio autor, y de esta manera nos comparte una suerte de soledad con la que nos solidarizamos al entender que aquello visto, aun si fuese ante los ojos de una colectividad, parecería pasar desapercibido, librándonos así las preguntas incómodas.

Daniel Alcalá ha sustituido muchas veces el lápiz por la navaja. La hojilla ha sido la que le ha dado cuerpo a grandes secciones urbanas descubiertas en blanco sobre blanco y que son en realidad mapas de lo absurdo, de los lugares que están ahí pero sin nombres de las calles que llevan una traza perfecta y clara y que nos conducen a lugares no identificados. Son ciudades de la nada. Son urbes en la que se han avecindado enjambres de seres silenciosos, habitantes escondidos detrás del blanco de sus ciudades, deslumbradas por la claridad.

En esta serie los habitantes son devorados por la oscuridad. Y aunque no hay mapas a la vista que den indicio de por dónde movernos, sí abundan los grandes momentos sombríos de ciudades que debemos descubrir a tientas, andándolas con los brazos delante para tocarlas mientras las imaginamos y reconstruimos en nuestro interior.

Cuando al paisaje se le ha despojado de toda posibilidad de comunicación autónoma, cada edificio se convierte en un objeto. Los edificios dejan de ser volúmenes para convertirse en siluetas. Cada estructura, cada perfil, cada horizonte insinuado es ahora una propuesta bidimensional que ha nacido de la rigurosa disciplina de retramar la ciudad y despojarla de su tridimensional Daniel Alcalácarácter amenazante.

¿Será esa la mejor manera de vencerla?, ¿cómo se relaciona el dibujo con aquello que denota?,  ¿es un dibujo de una ciudad?, ¿es una ciudad dibujada?, ¿la ciudad existe porque se le ha dibujado? Cada edificio, árbol, depósito o grúa son diferentes y a la vez reconocibles en sus pequeñas variantes.

Y sin saberlo, los edificios rescatados por Daniel Alcalá en diferentes partes del mundo, forman una coreografía de bailarines gigantes cuyos brazos son las largas extensiones de las grúas. No hay un carácter narrativo. Sólo queda preguntarnos si al extraer uno de estos paisajes de su lugar de origen queda un espacio en negativo. Valdría la pena, al menos como ejercicio crítico, desprender todas estas factorías, desarmar los puentes y ver qué del paisaje permanece en nuestras manos y qué de lo que estaba sobrevivirá en nuestra memoria.

Ya hay una advertencia en el título. Estamos ante La última ciudad del fin del mundo. ¿Puede pensarse en algo más apocalíptico? Quizá el bosque de antenas disfrazadas de árboles nos dé una pista. Son la reencarnación de la tecnología disfrazada de naturaleza, es decir, es ya una nueva forma de naturaleza contemporánea.

Comentarios

Comenta esta nota.
Envía tu mensaje en la sección CONTACTO

 

Fecha de publicación: 15.11.2010